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«¡Ah, Yahveh! Dignate recordar que yo he andado en tu presencia con fidelidad y corazón perfecto haciendo lo recto a tu ojos.» Y Ezequías lloró con abundantes lágrimas. (II Reyes 20, 3)
«Vuelve y di a Ezequías, jefe de mi pueblo: Así habla Yahveh, Dios de tu padre David: He oído tu plegaria y he visto tus lágrimas y voy a curarte. Dentro de tres días subirás a la Casa de Yahveh. (II Reyes 20, 5)
Ella fue y preparó un lecho en la habitación, tal como se lo había ordenado, y llevó allí a Sarra. Lloró ella y luego, secándose las lágrimas, le dijo: «Ten confianza, hija: que el Señor del Cielo te dé alegría en vez de esta tristeza. Ten confianza, hija.» Y salió. (Tobías 7, 16)
En todas las provincias, dondequiera que se publicaban la palabra y el edicto real, había entre los judíos gran duelo, ayunos y lágrimas y lamentos, y a muchos el sayal y la ceniza les sirvió de lecho. (Ester 4, 3)
Estoy extenuado de gemir, baño mi lecho cada noche, inundo de lágrimas mi cama; (Salmos 6, 7)
De un instante es su cólera, de toda una vida su favor; por la tarde visita de lágrimas, por la mañana gritos de alborozo. (Salmos 30, 6)
Escucha mi súplica, Yahveh, presta oído a mi grito, no te hagas sordo a mis lágrimas. Pues soy un forastero junto a ti, un huésped como todos mis padres. (Salmos 39, 13)
¡Son mis lágrimas mi pan, de día y de noche, mientras me dicen todo el día: ¿En dónde está tu Dios? (Salmos 42, 4)
De mi vida errante llevas tú la cuenta, ¡recoge mis lágrimas en tu odre! (Salmos 56, 9)
Les das a comer un pan de llanto les haces beber lágrimas al triple; (Salmos 80, 6)
El pan que como es la ceniza, mi bebida mezclo con mis lágrimas, (Salmos 102, 10)
Ha guardado mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, y mis pies de mal paso. (Salmos 116, 8)